(Relato muy breve y de hace unos años. Me da mucha pereza escribir y aún más verguenza mostrar lo poco que he hecho, pero alguna vez tenía que ser la primera).
Cada mañana, esperaba con impaciencia el momento de tomar el autobús para encontrarme con ella. Desde la primera vez que la vi, no podía apartarla de mi mente y la media hora de trayecto se me hacía escasa. Tanto que empecé por no apearme en mi parada, para conocer cuál era su destino, y desde allí ir caminando a la oficina. Al tiempo, aquello resultó insuficiente y me atreví a seguirla al desconchado edificio al que se dirigía cada mañana.
Un día el director de la empresa me llamó a su despacho y me dijo que mi rendimiento había bajado mucho y además llegaba tarde de forma habitual, por lo cual había decidido despedirme. Contesté con un lacónico y sonriente: no se preocupe, lo entiendo.
Esa nueva coyuntura me permitió montar guardia en la cafetería que había frente a su portal. La esperaba hasta que saliera para escoltarla en su largo paseo vespertino en dirección a la destartalada pensión donde se alojaba. Después de semanas de vigilancia, alcance cierta intimidad con el solícito camarero de aquel café, el cual me informó de que las chicas que entraban y salían de aquel edificio trabajaban en una casa de citas. Lo que en principio fue una desagradable sorpresa, pronto se convirtió en la oportunidad de mi vida. Aquella misma tarde la abordé, le dije que llevaba casi un par de años siguiéndola, que conocía donde trabajaba y que pese a encontrarme sin empleo, iba a luchar por redimirla y ofrecerle una vida mejor, más digna. Me miró atónita, y cuando logró recomponerse, se rió en mi cara, llamándome: enfermo, loco, desgraciado. Finalmente, me soltó que un hombre de negocios le había prometido un bonito apartamento y mucho dinero por dedicarse a él en exclusiva, y que no estaba dispuesta a perder ese tren por un fracasado como yo.
Días más tarde, supliqué a mi director recuperar mi antiguo puesto. Tuve que aceptar un menor sueldo y un horario leonino, pero fui readmitido. Más adelante, me ascendieron a jefe de departamento, y a los pocos años, tras la jubilación del director, fui su sustituto. Ahora tengo una esposa joven, guapa y complaciente, dos hijos preciosos, un chalet con piscina en una urbanización de lujo, su perro con pedigrí, y un coche de importación. De ella, -no recuerdo si llegué a conocer su nombre- no se supo nada más. Se lo advertí: sería mía o de nadie.
Cada mañana, esperaba con impaciencia el momento de tomar el autobús para encontrarme con ella. Desde la primera vez que la vi, no podía apartarla de mi mente y la media hora de trayecto se me hacía escasa. Tanto que empecé por no apearme en mi parada, para conocer cuál era su destino, y desde allí ir caminando a la oficina. Al tiempo, aquello resultó insuficiente y me atreví a seguirla al desconchado edificio al que se dirigía cada mañana.
Un día el director de la empresa me llamó a su despacho y me dijo que mi rendimiento había bajado mucho y además llegaba tarde de forma habitual, por lo cual había decidido despedirme. Contesté con un lacónico y sonriente: no se preocupe, lo entiendo.
Esa nueva coyuntura me permitió montar guardia en la cafetería que había frente a su portal. La esperaba hasta que saliera para escoltarla en su largo paseo vespertino en dirección a la destartalada pensión donde se alojaba. Después de semanas de vigilancia, alcance cierta intimidad con el solícito camarero de aquel café, el cual me informó de que las chicas que entraban y salían de aquel edificio trabajaban en una casa de citas. Lo que en principio fue una desagradable sorpresa, pronto se convirtió en la oportunidad de mi vida. Aquella misma tarde la abordé, le dije que llevaba casi un par de años siguiéndola, que conocía donde trabajaba y que pese a encontrarme sin empleo, iba a luchar por redimirla y ofrecerle una vida mejor, más digna. Me miró atónita, y cuando logró recomponerse, se rió en mi cara, llamándome: enfermo, loco, desgraciado. Finalmente, me soltó que un hombre de negocios le había prometido un bonito apartamento y mucho dinero por dedicarse a él en exclusiva, y que no estaba dispuesta a perder ese tren por un fracasado como yo.
Días más tarde, supliqué a mi director recuperar mi antiguo puesto. Tuve que aceptar un menor sueldo y un horario leonino, pero fui readmitido. Más adelante, me ascendieron a jefe de departamento, y a los pocos años, tras la jubilación del director, fui su sustituto. Ahora tengo una esposa joven, guapa y complaciente, dos hijos preciosos, un chalet con piscina en una urbanización de lujo, su perro con pedigrí, y un coche de importación. De ella, -no recuerdo si llegué a conocer su nombre- no se supo nada más. Se lo advertí: sería mía o de nadie.