(A Miguel, quien un día decidió saltar y marcharse de su vida)
Hay gente que nace distinta. No sabría decir por qué, aventurar la causa, o dar una razón que resuelva el enigma. Pueden ser niños muy felices, pero habitualmente necesitan de momentos de soledad que, a diferencia de lo que comúnmente son para el resto, no resultan trances tristes, sino ocasiones muy fértiles donde dibujar otros mundos imposibles pero siempre más amables.
Crecen y se van haciendo impermeables, a fuerza de sentirse incomprendidos, incómodos e incluso angustiados por la sensación de que no hablan el mismo idioma que los demás, no sienten de la misma forma, ni tienen intereses o inquietudes parecidas. Sentimientos que se les van clavando hasta llegar al momento crítico en sus vidas, a la encrucijada donde hay únicamente dos caminos. Uno primero, difícil, pero de salutífera aceptación, donde lo que antes era visto como rareza es ahora una muestra de su peculiar genio (benditos friquis). El segundo, tortuoso y desesperante, en el que no existe estación término, tan solo la negación de la inexorable y patente realidad. Es el camino de los perdedores, de aquellos que cansados de la agonía, esperan postrados que la carretera desaparezca en mitad de la nada, o simplemente, intuyendo la ausencia de destino, deciden saltar del vehículo en marcha.